Hace varios días tengo en mente un tema del que quería escribir pero no había encontrado las palabras. Hasta hoy.
En este momento me encuentro en la casa de un paciente. Llevo 2 meses preparándole remedios para una enfermedad clásica del siglo XXI que normalmente tarda de 6 a 18 meses en curar. Así es que todavía estaré en su casa unos 6 meses más. Y para hacerme sentir cómoda, el paciente me asignó una oficina donde puedo preparar mis pociones, tés e infusiones para que se mejore. Y también me asignó una computadora y una impresora, por lo que pudiera ofrecerse.
Para instalarme mi nuevo equipo, el paciente envío al Sr. Impresoras. Él es una de esas personas que trabajan en el área de Sistemas y que te ayudan cuando la tecnología no es amable contigo. El Sr. Impresoras hace un trabajo en particular: te ayuda a mover tu computadora de lugar cuando hay algún cambio de oficina o te conecta y configura el equipo nuevo cuando te lo acaban de asignar. También se encarga de todo lo relacionado con impresiones, desde el tóner hasta proporcionar paquetes de hojas blancas.
En mi primer encuentro con el Sr. Impresoras, cuando vino a instalarme mi equipo nuevo, traté de ser especialmente amable. De entrada, su persona me causó compasión: una persona bajita, de unos 35 años. Por su forma de hablar se nota que no recibió una educación dedicada. Me imaginé que su sueldo no era generoso y sentí algo de pena. Así es que respondí a todas sus preguntas y no esquivé sus interacciones. Me sentí un poco molesta de que empezara a llamarme “Amiga”. Nunca me han gustado las personas extrañas que usan esa palabra para dirigirse a mí y menos cuando lo combinan con el muy formal “oiga”. En fin, recordé la pena que había sentido por él y me aguanté las ganas de ignorarlo. Su última pregunta me incomodó: “¿Es usted soltera?”. A lo cual únicamente asentí con la cabeza. “¡Qué suerte tiene! Así puede hacer lo que quiera. Se puede divertir los fines de semana. Y no tiene que pedirle permiso a nadie”. Este comentario terminó con cualquier pena o compasión que pudiera sentir por él. Simplemente, no fue el comentario adecuado para una mujer feminista por convicción.
Pero lo peor aún no llegaba. Después de nuestra breve interacción, lo empecé a encontrar espiándome en los pasillos. Y aún si lo veía de lejos y apresuraba el paso para esquivarlo, el Sr. Impresoras no dudaba en gritar a todo pulmón “¡Amiga, amiga! ¿Cómo está usted?”. Mi sentido de respeto por cualquier ser viviente, me obligaba a detenerme y responder su saludo, mismo que el Sr. Impresoras siempre completaba con su inadecuado comentario “Oiga, qué suerte tiene de ser soltera. Así puede hacer lo que quiera. Se puede divertir los fines de semana. Y no tiene que pedirle permiso a nadie. ¿O no?”
Después de unas 5 ó 6 interacciones de este estilo, y tomando en cuenta que no puedo ser tan irrespetuosa como para ignorar sus alaridos, decidí esconderme. Por ridícula que parezca, esa ha sido mi estrategia desde hace unas 4 semanas. Y ha funcionado.
Hoy, cuando caminaba por uno de los pasillos, lo vi a lo lejos. Así es que rápidamente, di media vuelta y me refugié en el baño de damas el tiempo suficiente como para que el Sr. Impresoras me dejara el camino libre para volver a mi refugio.
¿Número de interacciones evitadas a la fecha? Aproximadamente 5. ¡Touché!