Platicando sobre mi vida de estudiante con Chozy-Frozy, la novia de mi hermano, recordé cuál era la materia más difícil, complicada e imposible de exentar (impartida por la elite más malévola, perversa y cruel de todo el mundo): educación física. O como en mi escuela le llamaban: la clase de deportes.
Durante toda mi vida de estudiante de la educación obligatoria (es decir: primaria, secundaria y preparatoria) viví una serie de eventos desafortunados mientras hacía “deportes”. In memoriam de mi época de estudiante y como homenaje a la materia de educación física, les presento mi top 3 de los desencuentros deportivos:
Primer desencuentro: La cara de imán
Sucedió en la primaria, mientras jugábamos “quemados” (para los que no lo saben, es la versión escolar del baseball. Es decir, hay dos equipos que deben anotar el mayor número de “home runs”. La diferencia es que se juega con un balón que se patea y no con un bat).
Antes de contarles mi amarga experiencia, deben saber que mi cara tiene un cierto imán para las pelotas. Por alguna razón, no importa de qué deporte se trate, siempre terminan dándome un buen golpe “en la jeta”. Y este primer desencuentro, no fue la excepción. El balón me dio tan duro en la cara, que me dejó como un monstruo: el ojo y la boca hinchados y por supuesto la nariz sangrante. Y además salí regañada. El profesor de deportes me bajó puntos de mi calificación porque el equipo azul perdió por mi culpa. Y yo, terminé en la enfermería con tapones en la nariz, pomada de árnica en la mitad de la cara y un espantoso 80 en la clase de deportes (e irónicamente 100 en la de matemáticas).
Segundo desencuentro: Johanna y el juego prohibido
Fue en la secundaria. En esta linda época de pubertad, en la escuela ya nos permitían elegir (de una lista predefinida) qué deporte queríamos practicar como parte de las actividades de la materia de Educación Física. Y como la clase de Jazz ya estaba llena (¡bailar sí que me gusta!) me inscribí a Volley-Ball. Y era más mala que las decisiones de Vicente Fox. Pero eso no se reflejaba en la calificación, lo importante era “echarle ganitas”. Además, mi profesor era un bombón. Se vestía como renegado y llegaba a la escuela en moto. Lo malo es que tenía como 60 años y se dejaba barba de Jesucristo Superestrella. De hecho, mis amigas y yo lo llamábamos “Jesus Christ”. Y mi desencuentro fue algo realmente curioso. En una de las clases, éramos muy pocas alumnos (los demás habían faltado a la clase por causas aún desconocidas). Entonces, mi profesor Jesus Christ, decidió que nos juntáramos con los alumnos de la clase de Basket-Ball (que también eran pocos) y para no herir susceptibilidades de ninguno de los dos grupos, empezamos a jugar quemados (sí, lo sé…ese juego está prohibido para mí). Yo, por supuesto no quería jugar así es que fingí dolor de cabeza y me senté en la bardita a observar. De pronto, vi venir un balón hacia mi cara a toda velocidad (les digo que tiene imán). Lo único que atiné a hacer fue meter mi mano y desviar el balón. La buena noticia, es que el balón no me pegó en la cara. La mala noticia es que me fisuró el dedo anular derecho. La otra buena noticia es que soy zurda, así es que no me afectó en casi nada. Lo malo fue que tuve que traer el dedo entablillado y morado por un mes.
Tercer desencuentro: La vida es mejor bailando
Me pasó en la preparatoria, cuando por fin, logré inscribirme a la clase de Jazz como parte de las actividades de Educación Física. Y como no todo en esta vida es mágico y maravilloso, las coreografías nunca me salían. Creo que bailar todos los ritmos latinos se me da muy bien. Puedo menear las caderas con cadencia y mejor aún, coordinarlas con mis pies… siempre y cuando no sea una coreografía tipo Britney Spears o Spice Girls. Porque mis pies se convierten en mi peor enemigo y me hacen bailar con la gracia de un hipopótamo, como los de la película de Fantasía. Por supuesto, la mayor parte de las alumnas (no había niños en la clase) eran buenísimas con las coreografías porque bailaban en el concurso de intercolegiales (un concurso de coreografías donde los grupos eligen un tema y bailan y se caracterizan de acuerdo a éste). Evidentemente, la maestra las amaba. Y a mí (y a otras cuantas poco agraciadas) nos odiaba. Y mi calificación oscilaba entre los 70s y los 80s. Así es que por mis bajas calificaciones, tuve que presentar examen final de Jazz (exenté todas las materias, incluidas Matemáticas, pero tuve que hacer examen de “deportes”… eso fue lo patético del asunto). Y el examen consistió en una hora seguida de hacer abdominales tipo crunch. Una hora, acostada en el piso duro de duela, haciendo abdominales hasta decir basta. Fueron los 3,600 segundos más largos de mi vida. Y también los más dolorosos. Como éramos pocas, la maestra nos vigiló cada segundo de la clase y no pude parar ni un momento de hacer abdominales. Después de la clase, estuve casi imposibilitada para moverme. Y no sólo eso, tuve la espalda y el abdomen deshechos, aún cuando tomé analgésicos y desinflamatorios por más de una semana.
Como ya habrán notado, desde el primer momento supe, que lo mío, lo mío, definitivamente no eran las actividades físicas. Y por eso me dediqué a cultivarme en lo intelectual (algo tenía que hacer bien, ¿no?). Después de todo, tenía dos buenos argumentos para justificarme: (1) no quería ser maestra de educación física porque no gusto de torturar a las personas y (2) en la universidad y en el trabajo, lo más cercano a la educación física es el levantamiento de tarro. Y ese me sale muy bien. Aunque en vez de cerveza, lo llene con agua de jamaica.
P.d. Querid@ lector@: Creo que olvidé comentarlo en alguna ocasión. Siempre respondo a tus comentarios de alguna manera. Si no cuento con tu correo electrónico, puedes buscar tu respuesta en la misma sección de “comentarios”. Los comentarios son el alimento del blogger. Pancita llena y corazón contento. Gracias por compartir.