julio 24, 2009

¿Quién soy yo?

¿Johanna C. Kretts? Si tres palabras pudieran describirme, serían definitivamente RESPONSABILIDAD, JUSTICIA y LIBERTAD. Y la historia de todas estas características está muy relacionada con mi infancia y pubertad.



La Señorita Responsabilidades

Nací en los años ochenta, en medio de guerras, Reagan, SIDA, el muro de Berlín, videojuegos, Juan Pablo II, Rock en español, Michael Jackson, Rocky, Timbiriche, Indiana Jones, Maradona, Los Cazafantasmas, Flans, Volver al Futuro, Aerosmith, ET, Bon Jovi, Cher, Madona, Metallica, Terminator, Soda Stereo, Sábado Gigante, el boom de los Volkswagen.

Crecí jugando con la cocinita de Fisher Price, mi Nenuco, el hornito mágico, máquina de raspados, Barbies, Playmobil, mi Pequeño Pony, Cabbage Patch, Pin y Pon.

La televisión también marcó mi vida. Me hacía soñar con ser parte de la pandilla del Señor T, con tener una cabra que se llamara Copo de Nieve, un perro como Bell, el cuerpo de Cheetarah, la varita mágica de Sandybell, viajar al futuro y volar por los aires en una nave como los Supersónicos o de plano volver a épocas antiguas y vivir con los Picapiedra y Dino.

Soy la primera de cuatro hermanos. Y cuando sólo éramos mi hermana y yo, las cosas eran muy diferentes a como son ahora. Mi mamá era el general de la casa y nosotras éramos los soldados. La limpieza, la rutina y los horarios de desayuno, comida y cena eran sumamente estrictos.

Aprendimos a seguir órdenes, a respetar la autoridad y a ser responsables de todo lo que hacíamos y decíamos.

Y después vinieron los hermanos. Más gente en la casa, más quehaceres para mi madre. Todo resultó en la liberación del sistema. No más rutinas, horarios, limpieza extenuante. ¡Arriba la anarquía! Y la delegación. Porque ahora me tocaba hacerme cargo de algunas cosas de mis hermanos. Fue en esa época cuando aprendí a cambiar pañales, preparar mamilas y arrullar bebés.

Dadas las circunstancias, también me hice muy responsable de mi misma. De mis calificaciones, de las tareas, de todo lo que mis padres llamaban “Mi Responsabilidad”. De alguna forma entendí que asistir al colegio era un privilegio que debía aprovechar. Y así fue, como todas estas circunstancias sumadas a que suelo tomarme las cosas serias muy a pecho, iniciaron la creación de esta monstrua que yo soy.



La mariposa justiciera

Todo empezó cuando en la primaria pasé de ser una vara esbelta a una redonda “o”. No me pregunten por qué sucedió. Pero sucedió. Subí de peso. Mucho. Demasiado. Suficiente. Tanto como para ser el blanco favorito de las bromas y burlas de mis compañeros.

Escogí un mal momento para subir de peso. Los niños son crueles y malévolos. No sé si lo hagan a propósito, pero no filtran sus pensamientos para después expresarlos de manera más adecuada, menos hiriente. No sólo fui “la gorda” sino que gracias a mi carácter compulsivo, responsable y justiciero, me convertí en “la gorda ñoña, pesada y sangrona”. Esa que no les pasaba las tareas, ni las respuestas en los exámenes, ni hacía trabajos finales por ellos. ¡Bola de flojos! ¿Porqué habría yo de trabajar por ellos? ¿Para evitar sus insultos? ¿Para lograr integrarme al grupo? ¿Para ser “la gorda buena onda”? Ni madres.

Fue en esa época cuando me di cuenta que los débiles no tenían cabida en este mundo. Los que se dejaban molestar, los que cedían su lunch, los lame botas, los que agachaban la cabeza, eran las víctimas, los eternamente molestados, cabuleados y abusados. Entendí que no siempre la justicia es divina, que muchas veces está en nuestras manos. ¿Agresiva? Sólo lo suficiente como para mantener a los burlones y abusivos lejos de mí. Y aunque lo hice lo suficientemente bien como para mitigar la situación, aún así esos kilos de más me costaron una primaria dolorosa.

Fue a mediados de la secundaria, hubo mano negra, intervención divina… o simplemente un ajuste biológico. Llegó la menarca y como por arte de magia, como si fuera mi hada madrina, me devolvió mi silueta esbelta. Y entonces sí. Dejé de ser la gorda, la pesada, la sangrona. Y como en el cine mexicano, empezaron mis años de oro.

Las niñas no cambiaron gran cosa. ¡Pero los hombres! Cual abejas que rondan la miel. ¿Y yo?… yo seguía siendo la misma loca, responsable, compulsiva y justiciera. La que defendía a los débiles. La que no soportaba el abuso. La que no permitía la injusticia. Como Juana de Arco, defendiendo sus ideales a toda costa. Y estaba enojada. Porque me querían por lo que veían y no por lo que yo era. Yo soy una mariposa. Pero ellos no supieron ver la belleza escondida en la oruga. ¡Lástima! Les cayó el rigor de la Mariposa Justiciera.



Libertad Femenina

No sé a ciencia cierta de dónde me vino tanto amor a la libertad. Sólo estoy segura que está marcada por el feminismo. O al menos por el feminismo entendido a mi manera.

Soy mujer y amo serlo. Las mujeres pueden expresar libremente sus emociones, las mujeres son seres de roble protegidos por los hombres… las mujeres tienen magia, porque pueden crear vida. Llevan en su seno la semilla de la vida. Y eso, es un privilegio inexplicable e inigualable.

Definitivamente no somos iguales a los hombres. Y yo jamás he pretendido serlo. Nunca he luchado por la igualdad sino por la equidad de género. Porque somos equivalentes. Fabricados en forma y fondo para complementarnos. Creo en la igualdad intelectual. Porque si bien, nunca podría comparar mi fortaleza o destreza física a la de un hombre, estoy segura de que intelectualmente estoy a la par de cualquiera de ellos.

Por muchos años las mujeres vivieron reprimidas, sometidas, abusadas. Y cuando inició el movimiento feminista, recuperamos en parte algo que nos ha pertenecido desde siempre y que nos habían robado: nuestra libertad. La capacidad de ser lo que queramos ser, ir a donde queramos ir, pensar lo que queramos pensar. Sin reprimendas, sin castigos, sin miedo.

Vivo en un matriarcado. Para mí, es el estado natural. Regresamos a la tendencia que existía en la época de las cavernas, cuando las mujeres gobernaban el mundo. Y en mi casa, mi madre es la Reina. Mi papá es un ser comprensivo, tolerante y paciente que ama profundamente a mi madre. Y estoy segura que en el fondo, también ama que mi madre lleve el control de mi familia. Creo que cedió ese poder cuando empezó a trabajar largas horas en la oficina. Mi madre era quien se hacía cargo de la casa, de los hijos, de hacer rendir el dinero. No podía esperar “al hombre de la casa”. Se hizo cargo de todo. Y lo hizo bien.

Ese fue el primer ejemplo de libertad femenina que experimenté en la montaña rusa de mi vida. Y todo lo demás, supongo que derivó de las enseñanzas de mi madre. Desde niña, mis padres me enseñaron que había nacido para ser grande. Que no debía depender de nada ni nadie. Que era hermosa, inteligente y talentosa y que podría hacer lo que quisiera en la vida. Me enseñaron que las épocas en que las mujeres dependían de un hombre o se sometían a él, habían pasado hacía tiempo. Yo tenía que ser autosuficiente. Nunca debía hacerme falta recibir nada de nadie. Por mí misma tenía que ser capaz de estudiar, trabajar, comprarme cosas, llegar lejos… o tan lejos como yo quisiera. Porque soy un ser libre. Y la libertad es el valor más importante, por el que siempre debo de luchar. Y como siempre, me lo tomé muy en serio. Me adueñé de la filosofía, la hice mía. Y desde entonces, desde niña, sé y estoy convencida que puedo lograr lo que sea y que soy la única responsable de mí y de mi destino. Que soy libre y puedo ir a donde yo quiera. Que no necesito de nada ni de nadie porque está conmigo la persona más importante, la que más me quiere y la que siempre estará conmigo: YO misma.

julio 20, 2009

La maldición del lunes

Cuenta la leyenda que existían 7 días de la semana. Todos eran buenos amigos y compartían todo lo que tenían. Un día, Dios les dijo a los días que tenían que ordenarse para formar una “semana", que de ahora en adelante sería una medida de tiempo en la vida del hombre. Esta situación despertó en Lunes su carácter egoísta. De pronto, se abalanzó hacia Dios y le dijo “Yo quiero ser el primero. Los otros 6 pueden acomodarse como quieran”. Entonces Dios le dijo “Bien. Tú serás el primero. Pero por tu egoísmo, yo te condeno a que las personas no quieran llegar a ti. Serás un día que invite a la holgazanería y del cual las personas siempre querrán escapar

Y así es. Odio los lunes. Nací un lunes, pero aún así, me parece un día que si pudiera, evitaría. Mi semana empezaría los martes, porque yo los lunes, no circulo. Seguramente es por la maldición. O quizás se debe a que por alguna misteriosa razón los domingos no puedo conciliar el sueño. Y aunque lo logre, de todas maneras no puedo descansar. Así es que me levanto a la misma hora de siempre, 5:30 de la mañana. Sigo la rutina de nunca acabar: tomo una ducha, intento disimular la falta de sueño con un poco de maquillaje, me recojo el cabello y tomo una enorme taza de café.

Manejo en calidad de zombi hasta el trabajo y a las 6:50 a.m. ya pueden verme tecleando en mi laptop, checando correos y pendientes que los adictos al trabajo me enviaron durante el fin de semana. ¡Qué gente! ¿No se cansarán? ¿No tendrán a algún familiar o persona especial con la que quieran pasar su tiempo libre? ¿O quizás no son suficientemente productivos en las horas laborales por lo cual su conciencia les obliga a trabajar durante el fin de semana a modo de penitencia? Lo que sea.

Heme aquí, en lunes… con unas enormes bolsas debajo de los ojos y unas profundas ojeras que me hacen lucir 10 años más vieja. El tiempo pasa tan lento como le es posible. Pareciera que el reloj avanza 5 segundos y regresa 3. Al estilo de "gallo, gallina, pollito".

Me paso el día evitando a toda costa caer en los brazos de Morfeo. Resistiendo la tentación de esconderme debajo del escritorio y tomar una siesta. Y sobre todo, intentando que la flojera salga de este cuerpo chambeador que tantas cosas tiene por hacer.

Hago como que trabajo y el patrón hace como que me paga. Tenemos una relación simbiótica. O quizás es más bien masoquista. Él me paga poco. Y yo me quejo de eso todo el tiempo. No trabajo poco, porque mi sentido de la responsabilidad no me dejaría dormir por las noches (además del domingo, no pretendo estar cansada el resto de la semana) y por si fuera poco, soy demasiado compulsiva, controladora y ñoña como para hacerlo. Así es que el único mecanismo de autodefensa que me queda es la constante y fastidiosa queja. De esas quejas que son como un zumbido de mosquito a las 3 de la mañana.

Ya casi deja de ser lunes. Al menos “lunes laboral”… A partir de las 4:30 puedo huir a casa. Aunque casi siempre dan las 5 antes de que me autolibere de mis labores forzadas.

Hoy me iré temprano. Bueno, no realmente “temprano” sino a la hora justa de salida. Ese sólo pensamiento me alegra y me llena de energía.

Y me digo a mi misma: “Lo mejor de todo, es que mañana… mañana YA NO es lunes”

Mis 26 veranos

A mi abuela.

Mis primeros 26 veranos. Normalmente las personas cuentan su edad en primaveras. Pero yo nací en el cálido y lluvioso mes de Julio. Así es que fue el verano quien me dio la bienvenida a esta montaña rusa que llamamos vida.

Hace 26 veranos dejé el templado y cómodo vientre de mi madre y por primera vez, lloré. Llené mis pulmones de aire y grité con fuerzas. ¿Quién era ese hombre que me estaba alejando de mamá? De la protección y el bienestar, del cariño y ternura… de todo lo bueno que alguien con sólo 30 segundos de vida conoce.

No he dejado de llorar desde entonces. Aunque no todos los llantos han sido malos. Lágrimas de tristeza, preocupación, dolor, rabia, frustración… pero también lágrimas de alegría, satisfacción, amor, risa. Esas gotas de agua salada que con sus escasos mililitros nos lavan el alma y el corazón, son una constante en la vida de las personas. Nos hacen más humanos, menos de piedra o de cartón.


Este fin de semana cumplí mis 26 veranos… y si, lloré. No fueron lágrimas felices. Tampoco lloré porque me hayan salido tres canas. No. A fin de cuentas, las canas son cabellos que dejaron de ser tontos. O al menos eso me gusta creer. No lloré porque cuando me miré al espejo, vi dos que tres arrugas que están totalmente fuera de lugar.


Lloré porque tengo un hueco, de esos que duelen y que intentamos tapar con recuerdos, fotografías, cartas. A veces el hueco es más grande, a veces duele más. Ese hueco es mi abuela. Nos dejó hace un año, justo un día después de mis 25 veranos. Estaba enferma, sin fuerzas. Su alma dejó ese traje viejo y remendado y huyó a lado de mi abuelo. Para renovarse juntos. Y yo me quedé aquí… añorando sus abrazos, recordando su sazón. Pero no me dejó sola. Me hizo un regalo secreto, que nadie sabe y nadie conoce. Sólo yo. Y él. Mi Cómplice.


Este fin de semana, me faltó mi abuela. Y se abrió el hueco... me sentí sola. Me hizo falta su sonrisa y su abrazo y su voz. Y lloré. Pero no como el día en que nací, a grito limpio, a todo pulmón. No. Lloré quedito. Sentada en una esquina, cuidando que nadie me escuchara. Y después me calmé. Recordé que no le gustaba verme llorar y que ahora ella está mejor, que me cuida desde algún lado. Y entonces sonreí. Porque cumplía 26 veranos, porque me faltan muchas cosas por hacer, por vivir… y también por llorar.


Este no es un blog triste. Es sólo que una vez al año, cuando se acumulan más veranos en mi cuenta… recuerdo… y lloró por lo que tuve. Y después sonrío por lo que tengo. Y agradezco que, aunque sea de lejos, mi abuela siempre esté presente.