Estoy empezando a empacar algunas de mis cosas. Pronto voy a mudarme a mi departamento con Lou. Debimos haberlo hecho hace tiempo, pero con la burocracia de los trámites y los mil y un “peros” del banco, se nos ha retrasado la mudanza casi dos meses.
El sábado pasado compré unas cajas de plástico que caben perfectamente debajo de la cama. Decidí guardar ahí algunos de mis zapatos, ya que no contamos con tanto espacio en nuestros nuevos clósets (y me parecía muy fea la idea de dejar a mi marido sin lugar para sus zapatos).
El primer dilema fue cómo acomodarlos. Tenía dos cajas, y podía guardarlos de diferentes maneras:
1) En orden de preferencia: los que me gustan más, los que me gustan menos
2) Por frecuencia de uso: los que uso más de una vez a la semana, los que uso una vez al mes, los que uso sólo en ocasiones especiales
3) Por tipo de zapato: los de tacón, los de piso, las botas, los tennis, las chanclas
4) Por colores: negros, cafés, rosas, rojos, blancos, azules, combinados
5) Por material de fabricación: los de plástico, los de piel, los de plastipiel, los de tela, los de charol
6) Por tamaño del tacón: los de tacón alto, los de tacón mediano, los de tacón bajo, los de piso
7) Por tipo de tacón: los de tacón de aguja, los de tacón de copa, los de tacón de “pata de elefante”, los que no tienen tacón
8) Por estampado: lisos, de cuadros, de rayas, con manchas, moteados
9) Por antigüedad: los más nuevos, los semi-nuevos, los usados, los de antaño
10) Por comodidad: los que son ultra cómodos, los que se ajustan bien, los que aprietan un poco...
Decidí acomodarlos por frecuencia de uso. Y empecé a vaciar mi zapatera: uno, dos, tres…once… diecisiete… veinticinco… treinta y seis, treinta y siete. Tengo 37 pares de zapatos de todos los tipos y colores. Mi marido se quedó perplejo mirando mi pequeño tesoro y preguntándose a sí mismo (estoy segura de eso) cómo era posible que yo hubiera dicho en algún momento de mi vida “que me hacían falta zapatos”.
Lo que pasa es que él, como buen hombre, sólo tiene 5 pares de zapatos: los negros, los cafés, los mocasines, un par de tenis y las chanclas de playa. Justo lo necesario para sobrevivir.
Las mujeres como yo, en cambio, atesoramos los zapatos. Cada uno tiene su historia y un lazo sentimental, que me une a ellos. Tengo los zapatos de fiesta, que me han acompañado a eventos importantes como mi graduación y la boda de algunos amigos. Con esos zapatos, conocí a mi marido. También tengo las botas que me compró mi papá el fin de semana que me tiré a la desgracia cuando corté con uno de mis ex novios. El par de tenis que pagué con mi primer sueldo. Los zapatos de Nine West con los que por primera vez me dijeron que tenía bonitas piernas. Los zapatos de madera que rara vez uso porque son como una tortura para mis pies, pero que lucen espectaculares. Los zapatos de colores que sólo uso con una falda en particular o los zapatos de piso que son lo más parecido a unas zapatillas de ballet que desde niña siempre quise tener.
Además, comprar zapatos es la terapia emocional más efectiva. No es por la compra en sí misma, es más bien su efecto colateral. Los zapatos, especialmente los de tacón alto, me hacen sentir femenina, arreglada, simplemente linda. Un bonito par de tacones es el bien material más cercano a un buen piropo que podemos regalarnos a nosotras mismas.
Mis deseos de autosuficiencia se ven altamente satisfechos por la compra de unos zapatos. Es un apapacho (algo caro) para mí misma. Es una forma de decirme cuán linda puedo verme, aún con el cabello desaliñado.
Si nunca lo han hecho y en alguna ocasión se sienten tristes, preocupad@s, enojad@s o desmotivad@s (y con algún excedente monetario en el bolsillo), inténtenlo. Puede sonar banal... pero, ¡nunca subestimen el poder curativo de unos zapatos!