noviembre 24, 2009

Pastelillo…¡delicioso!

Estos días, he vivido situaciones que me han hecho descubrir que soy como un postre. Imagina la siguiente escena:

“Vas caminando por la calle y a lo lejos ves el aparador de una pastelería. Entonces, lo descubres: hay un pastel, que de lejos luce muy bien, se te antoja y decides acercarte un poco. Das 10 pasos más y ¡el pastel sigue luciendo muy bien! Se te antoja más y más porque parece un pastel de chocolate ¡mmm! Entonces decides entrar para verlo una vez más… ahora más de cerca. Quieres inhalar ese aroma a chocolate, de ese que se derrite y escurre sobre el pan caliente. De pronto, estás ahí, frente al pastelito de tus sueños y te llega la desilusión. No es un pastel de chocolate. Sólo se trataba de un pan oscuro. Por más que respiras profundo, no logras percibir ese olor característico que tanto esperabas. Sin embargo, por alguna razón, decides comprar el pastelito. Total, ya estabas ahí.

Sales de la pastelería con tu reciente adquisición en la mano, pero no te apresuras a comerlo. Ya no sientes la misma emoción que en los primeros momentos que lo observaste a lo lejos. Después de un rato, sientes un poco de hambre y decides comerte el pastelito que compraste. Lo miras una vez más y no te parece que sea un pastelillo particular o especialmente antojable. Le das la primera mordida y quedas sorprendido. Es el pastelito más delicioso que has probado jamás. Una mezcla de sabores invade tu lengua, tu cerebro e incluso tus emociones. No es de chocolate… ¡pero es mejor que eso! Te apresuras a darle otra mordida, y otra y una más. Este pastelillo que a simple vista no parecía serlo, es la cosa más deliciosa que has probado. Su sabor, su textura y su consistencia te sorprenden a cada instante y deseas que no acabe nunca.”

Moraleja: El talento de las personas a veces no se ve. Pero cuando las personas son probadas, en situaciones reales, pueden dar gratas sorpresas. Hay veces en que me siento como un pastelito. Creo que laboralmente, puedo ser totalmente deliciosa si tan solo se atreven a dar el primer mordisco.

noviembre 17, 2009

Parapente-para-paranoicos

Hace algunos días, platicaba con mi amiga “La Diosa Griega de la Sabiduría” (Para efectos de este blog, Sabiduría de ahora en adelante). Comentábamos sobre asuntos laborales, y de pronto sentí como si temblara. Entonces, apareció la reacción clásica en mí: me quedé quieta, atenta. Volteé de inmediato a ver si algo se movía, y busqué señales de alerta en las personas que me rodeaban. Nada. Todos actuaban de forma normal. Sabiduría me preguntó entonces a qué se debía mi paranoia y decidí contarle sobre uno de mis más grandes miedos: los temblores.

Creo que todo empezó cuando era una niña y vi la película de Terremoto. Desde entonces, tengo un gran miedo a estar en los edificios altos. Porque estoy más que segura que Charlton Heston no estaría ahí para rescatarme, valiéndose de pantimedias y sillas de oficina.

Mi miedo no es algo común y corriente. No me dan miedo los temblores si estoy en casa, en la calle o en cualquier lugar de no más de 5 pisos de altura. El miedo, la paranoia y demás padecimientos psicológicos llegan a partir del piso 6.

El miedo se acentuó cuando hace algunos años, trabajé en el, hasta entonces, edificio más alto de México. Mi lugar de trabajo se encontraba en el piso 18 y cuando me asomé por la ventana y me di cuenta de la altura a la que me encontraba, quise (por mera precaución personal) tomar el tiempo que me tomaría llegar hasta la planta baja por las escaleras de emergencia. El resultado no fue alentador: 17 minutos con las escaleras vacías. Eso sí, con botas de tacones altos.

A partir de entonces, todos los días, llegaba 30 minutos más temprano y me dedicaba a practicar: bajaba las escaleras de emergencia lo más rápido que podía, con el fin de disminuir mi tiempo récord, que ya había llegado a los 12 minutos.

Tiempo después, me cambiaron de lugar. Ahora debía trabajar en el piso 20. Las cosas empeoraron cuando dos cosas sucedieron: Primero tomé un curso de primeros auxilios y los bomberos comentaron que sus escaleras podían llegar máximo hasta el piso 18. A partir de esa altura, era imposible llegar más arriba para rescatar personas en caso de un desastre.

El segundo evento fue cuando por una emergencia tuvimos que evacuar el edificio. Las escaleras de emergencia se llenaron de gente que venía bajando desde el piso 52 y que al llegar al piso 20, por supuesto, ya estaba histérica y apanicada. Entonces, tuve que aplicar todo lo contrario a lo que me enseñaron en los simulacros de la escuela: “corro, grito y empujo”. Finalmente logré salir del edificio en unos 15 minutos. No estuvo mal el tiempo considerando las hordas de gente bajando a la vez, pero esta situación me hizo considerar métodos alternativos para salir del edificio.

Investigando en Internet, me di cuenta que en USA vendían “parapentes de bolsillo”. A raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre, empezaron a vender estos artefactos para todos los paranoicos (como yo) que temían por sus vidas en las alturas de los edificios en los que vivían o laboraban. De esta manera, si una desgracia sucedía, yo podría quebrar un cristal y planear por las alturas de Reforma hasta llegar a un sitio seguro. Estaba a punto de pedir el mío, cuando me cambiaron el lugar de trabajo.

Hoy por hoy, trabajo en un primer piso y me siento segura. Mis paranoias están controladas por el momento, y aunque sigo alerta cuando siento que el piso vibra, aún no cometo la osadía de cargar un parapente junto a mi paraguas y mi cartera.

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PD:
Muchas de las personas que sabían de mi paranoia me decían: "¡El lugar donde trabajas es el edificio más seguro! Lo construyó uno de los mejores arquitectos y cuenta con tan alta tecnología que es imposible que se caiga".

A este comentario me gustaba responder: "El Titanic era el mejor barco del mundo. Las personas decían que era imposible que se hundiera, que ni siquiera Dios podría hundirlo... Y se hundió."

Si. Soy alegremente paranoica. Y también un poco obsesiva-compulsiva :D

noviembre 16, 2009

¡Que vivan los muertos!

Hace algunas semanas se celebró una de mis fiestas favoritas: Halloween-Día de Muertos. Estas dos fiestas tan diferentes, están tan unidas como México a Estados Unidos. Una seguida de la otra e incluso empalmadas, ya que las personas festejan los tres días, 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre, sin distinción.

En lo personal, durante tres días, como pan de muerto, visito el mercado de San Bartolo. Le guiño el ojo frente al altar de muertos a las fotos de las personas que quiero y que ya no están físicamente conmigo.

Esta ocasión fue diferente: no fui al mercado de San Bartolo. Este año, no disfruté del olor a mirra e incienso mezclado con chocolate y azúcar. Tampoco me deleité viendo los puestos coloridos, del papel picado con figuras bien delineadas. No compré la última versión de las grabaciones con sonidos de puertas que rechinan y risas malévolas ni compré calaveritas de azúcar, flores de cempasúchil o calacas de papel maché.

Este año tampoco me disfracé. Pero sí me di cuenta del origen de mi gusto por estas festividades. Amo el día de muertos, con sus clásicos olores y la sátira que lo caracteriza, aunque por otro lado, la muerte en sí, me provoca un sentimiento de soledad y melancolía.

Como buena mexicana, me burlo de la muerte refiriéndome a ella con nombres populares como “la Parca”, “la Flaca”, “la Huesuda”. Me la como a mordidas en sus versiones de azúcar y chocolate. Le canto versos populares que la hacen menos tenebrosa y más humana. Y todas estas tradiciones y costumbres me encantan, porque al poder seguirlas, me lleno de vida. Al reírme de la muerte, alejo los sentimientos que evoca en mí.

Por eso, cada año festejo el día de muertos. Y me siento más viva que nunca.